Enséñame a montar en bicicleta

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enseñame a montar en bicicleta

La simple idea de montar en bicicleta me aterraba, pero más aún me aterraba aquella palabra que zumbaba en todas mis amigas, EL AMOR. Decían aquella palabra con una facilidad que a mí misma me aterraba. Aunque más me debería asustar lo que vislumbro en mis nietos a día de hoy, una semana están enamorados, a la siguiente llorando, de nuevo enamorados y así en un bucle infinito que parece no acabar. ¿Dónde quedó el amor romántico? Quizá se quedó en aquella primavera, cuando todos retozaban de amor y yo me negaba a abrir las puertas a los chicos que se acercaban en busca de un pedazo de mi cariño. Pero me negué, negué y negué hasta que un día apareció una persona con un brillo totalmente diferente al resto, como si Dios hubiera puesto sobre él su brillo divino para que yo le diferenciara al aparecer. Era diferente, galante, risueño y verdaderamente apuesto a mis ojos. Aunque desde luego, había llegado tarde. Ya no era terror lo que sentía hacia los hombres sino un miedo absoluto e irracional al amor. Pero fueron sus primeras palabras las que empezaron a dar un vuelco a esa idea de odio que sentía hacia cupido y sus flechas. “¿Quieres bailar la siguiente canción?” Fueron cinco simples palabras, cinco palabras que no prometían nada, ni me ataban a un futuro incierto de esclavitud en el hogar. Habían sido tantos los discursos machistas y clásicos que me habían dado a lo largo de aquella primavera que ya no podía pedir más. ¿Cómo podía sobrevivir una mujer en una época donde el machismo era casi una religión? Muchas, no eran consciente de lo injusto que era aquello, pero otras, como yo se negaba a vivir como lo habían hecho todas las mujeres de su familia.

—    ¿Qué pasa mamá si algún día encuentro un hombre que piense como yo?

—    ¡Qué dios me lleve si eso pasa!

Desde luego quería ser libre, quería tener poder de decisión, quería poder trabajar, quería ser lo que no se podía, quería ser lo prohibido… Quería ser una Lilit y no una Eva. Y al final, lo conseguí. Aquella primavera aprendí a amar, aprendí a montar en bicicleta y también conocí la muerte, conocí lo que era perder a Eva. La misma Eva sumisa que repetía el patrón que había visto en su madre y que ahora cerraba los ojos, en un último suspiro al ver que su hija iba por “mal camino”.

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